Amanece en Ancud. Detrás del vidrio, el verano invernal, ventoso, frío.
Llueve sin parar y los perros se ocultan en la iglesia, las putas esperan en el
catre, los chimangos se detienen en sus nidos; el mar es una promesa ajena,
adivinada detrás del espeso velo de la niebla.
Preparamos mates y tostadas de pan negro. Hay queso, hay yogurt frutado,
hay paz. Esperamos y mateamos, pispeamos el mapa de Chiloé y decidimos
quedarnos, permanecer en el nido, disfrutar del refugio, leer, intimar, dormir,
soñar y volver a la vida… retroalimentados por las delicias renovadas del amor.
Horas más tarde, asoma el sol entre nubes. Presto ganamos la calle y nos
encontramos con las ventanas de Ancud, con el enigmático Buda Blanco, con un Papá
Noel de tornasol, con el rugbier nº 9 y con el difunto Papa vaticano… “Papa
romano”, que no es poca definición.
Humo y perros, humo y lejanía, circo, fuego y humo: estamos en Chiloé y ya lo
extrañamos, extrañamos el olor en el aire, el brillo en el agua, los bichos en
el cielo; estamos en Ancud y ya nos atenaza dichosamente la nostalgia…
Cae el sol y compramos cervezas. Alto tenor alcohólico. Compramos
mariscos también, y nos entregamos a la felicidad de la cocina. Mientras tanto
avanza la noche y los perros vuelven a la calle bajo la luna amarilla, las
estrellas titilan, las putas despliegan sus brillantes serpentinas. Al final la noche termina, como las cervezas,
y llega la hora de irse a dormir.