Se llega cruzando en transbordador por el canal de Chacao desde Pargua,
y desde Chacao se llega en micro hasta Ancud, pueblo costero en donde reina la
quietud, las periódicas tormentas, las gaviotas, los pescadores de peces y
mariscos. Ancud tiene todo lo necesario para ser feliz: el mercado artesanal, en
donde uno puede comprar verduras frescas y orgánicas directamente de la mano de
los productores, mas pescados y mariscos del día, y un gran supermercado en
donde se encuentra todo lo demás, de Chile y del mundo.
Conseguimos una cabaña en lo más alto de la calle Pudeto, un gran
cabaña con una privilegiada vista del mar y las islas distantes –y una
envidiable batería de cocina, que no tardaríamos en estrenar-… y salimos a
patear.
Caminar por los barrios de Ancud, por sus callecitas llenas de flores,
contemplar sus casitas enteramente construidas en madera bajo el chillido
constante de gaviotones gordos y blanquísimos produce en el espíritu un sosiego
que nunca existe en la gran ciudad. Multitudes de perros duermen a la vera de
los caminos, canes que parecen revivir a la llegada de la noche o en la
plenitud de una celebración cristiana dominical.
Las cervezas, de litro y cuarto, son exquisitas. También los vinos
chilenos, con varietales como el “Carmenere”, desconocido en Argentina, suave y
fácil de pasar.
Viendo las fotografías, una constante en el recuerdo: el cambio
continuo de la luz, desde pleno sol a la amenaza de oscuras tormentas, y así de
hora en hora, el color cambiante y la emoción cambiante y el sentir que, lleno
de regocijo, hace suyo ese clima, esas calles, esa gente preciosa que, de tan amable, invita a la permanencia.
Hoy estará allí esa cabaña, ese ventanal, esa plaza y esas gaviotas
cantando bajo el cielo siempre indefinido.