El riguroso tren a campo traviesa, la avenida Brown con peso de
mochilas, la mañana blanca, las calles vacías, el viento helado -un mensaje de
amor y de anarquía- la plaza central, promesas de nieve, perros, nubes, bondis,
café con leche, hotel, sandwiches de miga, barrio ferroviario, paredes y
tiempo, el cielo encapotado, el vino y los mariscos, el regreso de la lluvia
-la
misma de la infancia-, el sonido del trueno y la noche bebida, la noche fumada,
charlada, reída y despierta hasta –de nuevo-
la mañana… otra vez Febo y la luz y los corazones de anarquía, el sol regresa a
su cita, el puerto y los recuerdos de otros trenes y otro tiempo, palomas,
relatividad especial, un perro tras las rejas, no hay presente compartido -¿qué
presente es hoy en las Pléyades y el Gran Orión?-, sin presente… sin futuro… no
hay futuro, no future -el pasado-, punk, cuero, sangre, crestas, parlantes,
zapatillas flecha y escupidas.
Todo es la vida. Todo, nada, el lenguaje, un marco, elecciones, cadenas, un corset.
Y la vida se diluye en ella misma, y se mezcla, se hierve, se endulza, se bebe
y se vuela, hacia sitios donde se halla la misma vida, pero en otro color, en
tecnicolor, con parlantes homofónicos y masticando los viejos pochoclos, esos
que hoy se llaman palomitas…
La vida en el reloj, la vida fuera del reloj. La vida en cada rincón y
en cada definición.
La vida, también, es su perfecta e inapelable ausencia.