Estuve releyendo hace unos días –el dichoso e inofensivo vicio de
releer- al gran Olaf Stapledon en su “Hacedor de Estrellas”, y caí en la cuenta
que Borges, en su genial prólogo, lo hace describirse a sí mismo con sus
propias palabras… nos habla entonces Stapledon desde su lejano 1937:
"Soy un chapucero congénito, protegido (¿o estropeado?) por el
sistema
capitalista. Sólo ahora al cabo de medio siglo de esfuerzo, he empezado
a aprender a desempeñarme. Mi niñez duró unos veinticinco años; la moldearon el
canal de Suez, el pueblito de Abbotsholme y la Universidad de Oxford. Ensayé diversas
carreras y periódicamente hube de huir ante el inminente desastre. Maestro de
escuela, aprendí de memoria capítulos enteros de la Escritura, la víspera de la lección de
historia sagrada.
En una oficina, de Liverpool eché a perder listas de cargas: en Port Said, candorosamente permití que los capitanes llevaran más carbón que el estipulado. Me propuse educar al pueblo: peones de minas y obreros ferroviarios me enseñaron más cosas de las que aprendieron de mí. La guerra de 1914 me encontró muy pacífico. En el frente francés manejé una ambulancia de la Cruz Roja. Después: un casamiento romántico, hijos, el hábito y la pasión del hogar. Me desperté como adolescente casado a los treinta y cinco años. Penosamente pasé del estado larval a una madurez informe, atrasada. Me dominaron dos experiencias: la filosofía y el trágico desorden de la colmena humana...
En una oficina, de Liverpool eché a perder listas de cargas: en Port Said, candorosamente permití que los capitanes llevaran más carbón que el estipulado. Me propuse educar al pueblo: peones de minas y obreros ferroviarios me enseñaron más cosas de las que aprendieron de mí. La guerra de 1914 me encontró muy pacífico. En el frente francés manejé una ambulancia de la Cruz Roja. Después: un casamiento romántico, hijos, el hábito y la pasión del hogar. Me desperté como adolescente casado a los treinta y cinco años. Penosamente pasé del estado larval a una madurez informe, atrasada. Me dominaron dos experiencias: la filosofía y el trágico desorden de la colmena humana...
Ahora, ya con un pie sobre el umbral de la adultez mental, advierto con
una sonrisa que el otro pisa la sepultura…"
Transitando yo mismo por el fin de mi primer medio siglo, y
reconociéndome asimismo como un chapucero musical, fotográfico y literario, no puedo más
que festejar sus honestas palabras. También he huido ante “el inminente desastre”
académico, y si bien apenas empiezo a sentir que un pié pisa el claro y
pacífico territorio de la adultez mental, es seguro que el otro siempre está a
un instante de pisar la sepultura.
Las fotografías que coronan estas palabras, muestras de “el trágico
desorden de la colmena humana” hablan por sí mismas: la oscura religión represora y sus terribles -y bellas- catedrales cósmicas; imágenes cinéfilas desde la entropía que avanza y
avanza sin nunca parar; el cielo gris, negro, lluvioso, furioso, tenebroso; las ratas del aire
en high key; el niño aborto-culposo; López torturado, desaparecido y tachado por esa
peste oscurantista; un travesti plástico secando sus rubios cabellos bajo un turbo anacrónico; perros limpiando
sus cacas, gatas extraviadas
-¿perdidas en qué vil modo?-, la puta loca de él, el
muerto con su vasito de tinto en la mano, la poli haciendo lo que mejor sabe
hacer, astronautas, budas, pancartas políticas, ideológicas, necrológicas, y el
vampiro más horrible y deleznable de la putísima TV argentina a punto de devorar otro cadáver femenil. Y la revolución, claro… “¿Cuál
revolución?”, me preguntarán, “¿cuál de todas?”…
El trágico desorden de la colmena humana... en cada pared, en cada calle, grafitti, periódico, cielo, escrito, canción, himno, rezo, polvo, programa de radio y eyaculación.
Pasamos y ya está. Nada podemos hacer salvo atestiguar que es cierto,
que hay un mundo humano, tan bello como ridículo, tan gracioso como amargo.
Y sin posible explicación.