Partamos de la base: la hipérbole es un recurso habitual, casi de la
familia, diría mi abuelita. Uno frena, gira hacia el hombro izquierdo, mira
hacia atrás… y lo que ve es hipérbole, certera hipérbole, mezclada con un
montón de cosas más.
Nada se puede hacer al respecto, no hay nada que hacer con el
condicionamiento, nada podría hacerse… ¿quién? ¿no es acaso el condicionamiento
tratando de redimirse?
Y enseguida aparece la putez del lenguaje: redimirse, progresar, la excelencia,
genialidad, voluntad, éxtasis sexual, estasis mental, condena, logro, el bien y
el mal, llegar a la meta, el amor y el odio, el proyecto y la impotencia.
Me pregunto ¿a quién le importa?... ¿quién espera que toques la
guitarra, imprimas esa foto, compres esa tanga, travistas la impotencia, eyacules
la amargura? ¿hay alguien ahí?
Sin embargo actuamos frente a la acuosa mirada ajena, que a su vez
actúa frente a la acuosa mirada ajena, y así hasta el infinito, como los
irrepetibles decimales de Pi.
Entonces aparece la hierba, esa hierba maldita, bendición de los
idólatras, de los promiscuos, salvajes perseguidores de la emoción de fondo, del
brillo solar en el ocaso, del mar loopeado hasta que pase la estrella de color, del
amarillo al rojo, y nos alcance el ex-tallido…
La vida es el fumódromo, Buenos Aires, Caseros, el nido, el cielo, el
recuerdo de las vacaciones, la pipa vacía, la ausencia de reglamento.
No lo hay. Dentro de mi alma no hay reglamentos, ni deberes ni
derechos, ni dogmas ni mandamientos.
Es el fumódromo. Hasta el final… (¿hay final?)