Se llega a Córdoba capital y, desde el tren, lo primero es el suburbio.
Chapas, cables extendidos y trapos secándose al sol, pisos de tierra,
alcantarillas, juguetes rotos, perros, colores y sombras. Luego, la ciudad.
Cruces y templos, las huellas de la colonia y de la imposición del dios de
Roma. Por delante, el esplendor cristiano; por detrás, la picana, la dignidad
pisoteada, el frío, el silencio, la muerte.
Ellos escuchaban las campanas.
Sin embargo el tiempo pasa, si viene o se va nadie lo puede explicar,
pero el calendario suma y ya han pasado décadas desde ese infierno. Porque hay
varios infiernos. San Francisco y los conquistadores. Una lista de
desaparecidos. Suicidas en un colegio. Un boletín lleno de aplazos. Y los
indios, indios muertos.
Nuestra madre, la tuya y la mía y la de todos que nos mira desde el
jardín o desde el cielo, y nos juzga… juzga nuestro desempeño, nuestra
cualidad, el resultado, el valor de una meta. Si valimos la pena… ya se sabe
cuánto sufre una madre al parir… ¿ha sufrido la tuya?... y ¿has sido agradecido, esforzándote por conseguir esas excelentes notas?
La madre amasa la culpa y la lanza hacia el hijo como un militar
lanza un misil… "¿has estudiado hoy, hijo? ¡sé el primero!, ¡te miro y te
observo!, ¡desde el cielo, desde el calvario, desde el camposanto, te llamo por
teléfono para saber en qué estás!... ¿en qué estás hijo?, es que ¿sólo
pretendes la dicha del momento, sólo ser feliz?..."
Y el helicóptero busca negros. Y preguntas en el cemento. Y los maíces transgénicos con sabor a escualo. Y la santa
capilla como una estación de servicio espiritual… una ESSO para lavar todos los
pecados.
¿Nos lavarían los pecados?
¿A cuánto la lavada?
¿Y la capita de teflón, a cuanto la capita?