La nada. Bueno, no tanto… la nada civilizada. Tres casitas, nubes
blancas, pelícanos, el océano pacífico todo alrededor, amarillos dientes de león, cuervos muy negros, patos emigrando, cables, postes, más
casitas, un pino… sol… el océano… polvo… vacas… perros… insectos... silencio que se
escucha.
Esa gloriosa nada llena de todo que tanto se extraña en la excesiva ciudad.
Un polvoriento camino de tierra desde la costa de Puñihuil hasta la bahía
de Pumillahue. Cinco o seis kilómetros. Las gigantes hojas del Pangue a la vera del camino, y las piernas
que suben y bajan, llegan al mar y dan curso a la mirada que contempla y que
quiere hacer suyo, para siempre, ese paisaje.
Imposible.
Nada es de nadie, o sólo el momento que es, ese eterno
presente en donde todo resulta ser ahora.
Regresamos a nuestro momentáneo nido en Ancud ya muriendo el atardecer.
Y todavía era presente.
Aún lo es.