Arranca la mañana pasadas las once –arranca en ese presente antiguo tan
presentemente igualito a éste en el que escribo- con lluvia, viento, frío, chubascos.
Detrás del vidrio la escena Ancud: los cables de la calle Pudeto, las casas de la
ribera opuesta a nuestro río-acera, el humo de las chimeneas bailoteando entre
la incesante garúa y la enramada de los pinos, el mar adivinado detrás del
pueblo y de la espesa niebla allá en la lejanía.
Y el nido, entrañable, íntimo, pasajero como todo lo es.
Más tarde una caminata bajo un cielo incierto, un museo –otros presentes
desaparecidos-, gaviotones sin rastros de miedo, ecos del pobre Invunche,
nubes-jirones que se abren como bichos de océano profundo… y flores que se
encienden bajo la estrella que asoma, y el color.
El maravilloso color.
¿Y qué más?... ¿cuantas palabras hacen falta decir –o callar- para
transmitir una emoción verdadera, una nostálgica sonrisa o un puñado de lágrimas
dichosamente derramadas?
Ya basta. Que hablen las imágenes hasta que llegue la noche, hasta se
encienda el fuego, se cocinen los bichos, se descorche el vino y brillen las
estrellas.