Abro los archivos, veo las fotos, llegan los recuerdos: en el corazón, en
la piel, en la corteza cerebral. Y bueno, siempre el enigma que vuelve y vuelve
y vuelve… la soledad –de a dos-, el inasible pasado –ese presente-, y el
olvido.
El tiempo. Veinticuatro horas al día.
No sabremos nunca si pasa, si viene o se va, si los relojes mienten, si
hay remedio para la muerte o si no hace falta preocuparse porque todo es
eterno. El paraíso o un cambio de cuerpo da lo mismo: nunca una certeza, o tan
sólo la que otorga la fe. Y no es poco.
“El tiempo se divide en pasado, presente y futuro” chillaban mis nazis
maestras de escuela primaria mientras enchufaban la picana.
Y yo creo que no es verdad, aunque no pueda asegurar que sea mentira.
¿Ideología?... ¡seguramente!... para acumular, ante todo hace falta
tiempo.
El asunto es que ese día llegamos a Rawson a bordo de un micro que
levantaba tremendas nubes de seco polvo de esa seca e inhóspita patagónica e
infernal ruta de tierra. El chofer, sí, había abandonado el conurbano bonaerense
para aterrizar -¿estacionar?- en ese ¿paraíso?...
Estaba feliz.
Y luego las dos piernas: la virgen y los perros, Cristina y el
satanismo, el horrible río bajo el horrible puente y el mago vomitando un
conejito ¿o era humo?
Y todo, el mural y todo lo demás, en proceso.
Proceso. Otra vez el puto tiempo.
Y sí, hace falta tiempo para que suceda un proceso, y también hace
falta tiempo para acumular. Y para muchas cosas más: cantar una canción, leer
un poema -¡San Agustín!-, amar, llorar de pena o comerse un plato de mariscos.
Tiempo.
Esa tarde, en Playa Unión, vendían el kilo de langostinos pelados a
cincuenta pesos. Miren que recuerdo.
Al final regresamos a Madryn, nos duchamos bien calentitos y nos fuimos a comer unos bichos de mar
bajo la garúa.