La gama va desde los pasteles maricones hasta los grises suicidas,
polisexualismos todos por el deambular del medio.
Caminar el conurbano con rumbo desconocido, o casi, sumerge el alma en
un sopor tristísimo, extático y dichoso, excitante, tenebroso y expectante que
se renueva –y también naufraga- en cada calle, en cada plaza, en cada semáforo
y en cada esquina. Y la poli con los perros –los tiempos que corren-, y los
pibes con gorrita –los tiempos que corren-, y nosotros escapando –los tiempos que corren- y la TV siempre encendida en las ventanas de
las casas, en las oficinas y en los estacionamientos, en los templos y en los
bares al paso, esos anacrónicos bares-macho que la modernidad de luces dicroicas condenó a un permanente estado de extinción.
Y los números de la quiniela: el 22, el 69, el 90… y chillando las
bocinas de los bondis… y los perros y las fábricas.
Y la vida en pausa.
Las multicromáticas postales del hundido mundo suburbano se ahogan a la
espera de algo que no llega y que, de seguir así, nunca llegará.
Finalmente –siempre pasa que llega el finalmente- la suerte cae -¿por azar?- para el
lado del 17, que es la puta, la putísima desgracia.
La antigua y fiel desgracia que supo encender las hogueras del santo
oficio, los hornos malditos de la segunda guerra y las bombas del Japón,
amenaza la paz, nuestra frágil paz de hoy, como al amor amenaza el apestoso mal aliento.