El recuerdo sensorial en su conjunto es ése que atrapa entre calles
jamás visitadas, plazas perdidas fuera del mapa, ríos de asfalto que guardan silenciosos
secretos mínimos… mínimos, si, pero no por ello menos exquisitos.
Los escraches que la humanidad gratuitamente plasma en medianeras
cordobesas: Brigitte en tono azul, flores deejay, una vaca de frente, un gato
de espaldas… “por acá pasó Nuwanda”, pienso… sí, el del saxo y la pintura roja
en el pecho (y la expulsión)
Y Cristo, el Cristo de argamasa, abriendo sus brazos de amor al vacío.
Y Cantinflas albergando un pajarito.
Pasa un policía y se detiene a observar cómo fotografío ese cogollo de
porro escrachado en la pared. Me hago el
boludo. Entonces veo a Osho… ¡fumando porro!, me olvido del poli y sigo disparando
el artefacto como una Uzi israelí. Oh si oh oh, sigo disparando como si mi vida
dependiera de ello. El rati se esfuma: finalmente vamos rumbo al infinito y más
allá… ¿qué puede un policía y todos sus ejércitos demoníacos contra el
maravilloso y aterrador infinito?
Entonces aparece el bronce del Gran Loor. Nunca falla, nunca falta…
¡que barbarie!
Sin embargo hay más: payasos pederastas, barajas extraviadas, travestis
recordados, edificios colmena, edificios condena, y otra vez el Cristo: esta
vez en venta.
Y la cosa fue así: el sol giró y giró (aunque lo que gira es el planeta)
y la luz se fue volviendo noche, y subimos a ver la vuelta al mundo de Gustavo
Eiffel, y bajamos, y caminando extensamente terminamos comiendo esas
alucinantes cosas arábigas en ese reducto sirio, y bajando todo con mucha, mucha,
muchísima cerveza.
Y más… tanto que no me quedan ganas de escribir.
Habría que casarse más seguido.