Kurt Cobain me observa desde una triste medianera, medianera grafiteada
e hirviente bajo el rigor patagónico de 45 grados a la sombra. Luego, Einstein,
el creador de la bomba atómica, el padre ausente y marido golpeador, el Alberto
E=mc2 que nos dejó, de un plumazo, sin tiempo, sin espacio, sin piso, sin
lugar… “no estamos en ningún lado” –dice el Viejo-, "no controlamos nuestro
destino" y “hay un mar inconsciente e incognoscible”, -chilla Freud-, “estamos a
merced de nuestra condición de clase”, afirma Marx, barbado eternamente mientras escribe y escribe
sus tomos infinitos… luego la carita del grito clamando por ¡la energía del
átomo!, y tantas cosas entre los 45 grados… el beso, el frescor del mar, la
alegría, la muerte tras la usina, el envenenamiento del camposanto, ballenas abducidas por volantes ET, putas con
tacones y largas colas
–grafittis encendidos, sí!- chanchos que se inmolan por
nuestro destino de carne, viejas y desérticas osamentas desintegrándose bajo el
sol, femeniles jirafas dominatrix látigo en mano… ¡pegáme jirafa, castigáme
bien duro, seeee!; una iglesia -¿dónde no?-, perros –siempre es hoy-, postes, -siempre es hoy-, cables, -siempre es hoy-, nubes y pajarillos… la
mirada de sus ojos y flores radiactivas. Y el sol que cae, y el amor que no se
acaba –siempre es hoy-...
Todo puede pasar: una guerra, la hambruna, el exterminio, la peste, el
calentamiento global, el trágico final del mundo humano tal como hoy es conocido.
Lo que no va a pasar, nunca, es el fin del amor, la muerte del amor, la inacción del amor, porque siempre es hoy.
El amor es el néctar, el motor del universo, su perenne y sofisticado propósito
–aunque no parezca-.
Y siempre, siempre, siempre, es hoy.