Uno sale a caminar llegando el fin de año y el sentir es el de la vorágine
temporal… “¡no hay tiempo!”, diría enérgicamente Don Juan Matus, y aunque el
indio iluminado se refería a otra cosa, el asunto es que el tiempo no está.
No digo que el tiempo sí esté en otra época del año, pero caminar en la
entrada del otoño, por ejemplo, reviste al sentir de una cualidad que es de
posibilidad futura, de larga extensión, aunque siempre sea el futuro –o su
posibilidad- un autoengaño.
Lo cierto es que se aprieta el calendario contra la navidad del
Cristo-kiosquito, que no es el Cristo verdadero, y cambia el número -¿2017?...
¿y aún sin autos voladores?- y el bolsillo enflaquece en el drenaje regalero, y
los amigos que esperan por un último brindis, y cada vez es más chiquito el
lapso, y mengua la comensalía abierta porque la gente se empeña en morirse, y
en un abrir de ojos llega el día uno, y en un cerrar, las vacaciones que
terminan y ¡a empezar de nuevo!... de nuevo la maquinaria-supervivencia, porque
nadie trabaja si no es para sobrevivir...
Y están las fotos de ese día (las fotos prueban que el tiempo existe,
me diría un cerebro científico), tacones altísimos en la pared, pequeños bichos
voladores con aura suicida, pétalos y pistilos que salen porque así lo ordena
el ADN, una bandera-metáfora de la ruina del país, el gato iluminado –todos lo
son-, la vaquita lechera enlechada y el cerdo jamonoso feteado, y las
nervaduras de lo verde contraluz, y los edificios, y el calor que no se ve pero
que ¡llega!, sí, llega el estío y parecería eso probar que el tiempo es, pero
no sé, porque yo siento que el tiempo es delusión, y yo soy mi sentir y no mucho más que eso… ¡fuera
con las pruebas que prueban lo improbable!