Una de la cosas que más me gusta de la llegada del verano es el cambio que se produce en el cielo estrellado: aparecen cada día más temprano las Tres Marías junto a la siempre extraña nebulosa de Orión, en donde están naciendo, como en un útero titánico, nuevas estrellas; también sube paulatinamente la Cruz del Sur y su vecina Alfa Centauro muestra tu triple brillo en un único punto de luz que hace poco más de cuatro años partió rumbo a mis ojos; las Pléyades, nuevísimas en su color azul eléctrico, se mueven a medianoche como un enjambre de luciérnagas silenciosas y extáticas... y están los planetas: Venus por la mañana y a última hora de la tarde, Saturno siempre amarillísimo con sus hermosísimos anillos dorados, y Júpiter, el gigante multicolor, más brillante que la estrella más brillante en el cielo de medianoche.
Júpiter, el planeta más grande del sistema solar, tiene alrededor de 15 satélites fijos -como lo es nuestra Luna- y otros tantos que cada unos cuantos milenios atrapa del cinturón de asteroides y que luego de otros tantos milenios deja partir con el mismo desapego, pero hay cuatro de ellos, fantásticos, únicos y por lo menos dos prometedores de vida, que son casi planetas en sí mismos: Ío, Europa, Ganímedes y Calisto.
Esta fotografía, que acabo de tomar desde el jardín de mi casa, los muestra. Ío, el más cercano al borde del planeta, está casi en contacto con su superficie gaseosa.