Una caminata por el conurbano bonaerense luego de la fiebre y de la
cama; el cuerpo renaciendo muy de a poco, la energía que no alcanza, las ganas
de echarse a dormir mientras la primavera renace a otro ritmo… presto, aceleratto,
allegro… la primavera no espera, tampoco el sol espera; no espera la luna ni el
delicado ritmo de las estrellas. Y es la regla: ¿acaso no se parte rumbo al
olvido tal como todos los que ya han partido?... muchos nombres, mucha
ausencia, silencio y vacío, olvidados de la visión viviendo, aún, en lo más
profundo del corazón. Sin embargo se apuntala la voluntad -¿qué otra cosa se
tiene a mano?- y se continúa con el pataleo, uno, dos, diez, doscientos pasos;
pasan las calles, pasan las sombras y las desconocidas personas, resuenan los ecos
del domingo, un supermercado, un perrito, una radio, alguien que lava el auto, el
bondi casi vacío… más tarde la casa y la cena y las palabras, la unión de dos
seres que quieren, aunque no saben. Sin embargo logran perdurar en lo más
valioso –una creencia- que es el amor. Y las palabras que curan.
Somos el amor, biológico y mágico, el amor en la piedra y en los
elementos, el amor en el viento y en los besos, el amor como una pelota, como
un pedazo de Dios en lo más recóndito del alma. Un universo dentro de las
morada eternas, del castillo interior, y la libertad de no necesitar más que
eso: la fuente del amor, la gracia, la gratuita conexión con lo inagotable.