Todos los cielos del tren quedan al fin en el irremediable pasado. Pasan las
estrellas y pasa la luna, pasan las entrañables localidades patagónicas, se
detienen las ruedas y la máquina se calla, el humo se apaga y aparece el lago, tan
desaforado como los picos cordilleranos… y sí, una nueva aventura, una más.
Nunca se sabe cuánto, ni cómo, menos porqué… se sabe que se acaba
mientras no se acaba, y se apuesta por otra nueva aventura ¿qué más se puede
hacer? ¿arrojar la toalla?... ¡la toalla se arroja, es la condición!, pero
¿para qué apurar el triste asunto?
Y claro, el lugar está lleno de pasado, hay ecos lejanos de perdidas
batallas, asalta el llanto y el inapelable dolor, y luego inunda el alma una oleada de ¿cómo
diría Kurtz? ¿una paz pura como una bala de plata?
Y de acá para allá. Las dos avenidas –y sus muertos en mil estúpidas estrellas-,
como un simulacro de río motorizado; las largas caminatas rumbo a los mariscos
y el supermercado, los exquisitos desayunos, los senderos ocultos, picadas perdidas, pancartas, chocolate en rama, amigos perros, tortas, nubes, sexo, cielo,
tierra, simbiosis, polvo, playa, silencios que nunca acaban, amor en estado de
gracia.
Las imágenes de un pasado que ya fue, pero que, increíblemente, vive en
mí y no se apaga.