Se deja la seguridad de la cabaña luego de los mates y las tostadas.
Llueve. Se gana la calle y, pateadas cinco o seis cuadras, se arriba a la
terminal. Boleto directo a Chonchi. Parte el bondi y una hora más tarde aparece
ese destino frente a la mirada. Parroquia amarilla y celeste, calles como
montañas, una bahía, ausencia de comidas, sean mariscos, peces o lo que sea.
Soledad. Pasa el mediodía y el pueblo se viste de fantasmas. Luego de apostar a
una breve caminata, escapamos rumbo a Castro, donde nos esperan las gaviotas y
aquellas picantísimas empanadas de mariscos.
Pero Castro se agota en sí mismo, y regresamos a Ancud. Pasa una noche –cerveza
y mariscos-, y vuelve el sol. Salimos con ánimo antropográfico por barrios
desconocidos bajo una nueva amenaza de lluvias. Perros, gatos, puertas, jesuses,
colores y ventanas, navidades y lejanías, nubes negras se disipan y regresa la estrella.
Sube la temperatura. Siguen las dos piernas –que son cuatro- y regresamos al
nido.
Quedan algunas imágenes y una impresión en las retinas y en el corazón.