Como el tigre y el budín de mangos, las dos enfrentadas ciudades
aparecen y desaparecen de la visión en poco más de 24 horas… de Caseros a Villa,
de Villa a Bahía, de Bahía a Viedma. Y el asunto, en realidad, recién entonces comienza.
El negro del año anterior nos muestra su deteriorado pelaje y su
intacto histrionismo; las pizzas de la “Tasca de Danilo” salen a escena, salsa golf y
palmitos, y las cervezas, la noche –otra vez un amigo acompañando el cruce del
puente, un asustado amigo-, las camas del mismo hotel, la recorrida entre
gentes desconocidas, el chocolate nocturno, las fotografías bajo un tenue sol que achicharra, las barcas-taxi y el museo, y el río
Negro pasando muy lento, los candados, las alturas, los stencils, amor eterno, declaraciones de amor y de odios, el problema humano en las
paredes, porque la colmena no alcanza ni tampoco la miel, y los
moscardones de siempre, minoría, se quedan con las flores, con el viento, con la
lluvia y con el néctar… transmutado a fuerza de sudores, harto sudor de abeja obrera…
Un relámpago que ilumina. Un instante de silencios totales. Anacrónicas cruces dominándolo todo.
Un mapa que se agranda y que, al mismo
tiempo, se hace cada vez más chiquito.