Chau, se fue, ya no está: desapareció en la Tierra del
Desarraigo. Andaba en moto y desapareció. Tomaba mates con un amigo en la plaza
y desapareció. Ladraba, peleaba de noche, volaba entre las flores, planeaba en
lo más alto antes de una nueva migración, nadaba entre arrecifes de coral,
respiraba ácido sulfúrico… da lo mismo que hacía y cómo era: desapareció, como
todo y todos.
Mientras tanto hay tiempo presente, ése que casi todos se pierden
entre múltiples humores de cagada: presente para respirar, ver, sentir, oír y
degustar… nunca para pensar.
Sin embargo el mundo se ha movido, y el guardián se
transformó en guardia: penosamente lucha el corazón humano por sobrevivir bajo el indomable yugo del pensamiento y de su
vástago más tirano: la razón.
Y si no se es presente, entonces la enloquecida locura: “yo acuso-no
puedo sin vos-esa mala mujer que quiere el caos-con el cariño de tus amigos (¿cuántas
lluvias y tormentas?)-vive, que al revés es el demonio-¡hermosas piernas!-ni
una menos en tu pecho antes de morir asesinada por un sucio macho-un don nadie-esa
esquina-y por favor, no olvides alquilarme para tu fiestita, porque soy un súper
y salvaje superhéroe, ¡potente!, y porque acá no se rinde nadie, ni nadies, ni
antes, ni hoy ni nunca!...”
Cuarenta y ocho horas en la Tierra del Desarraigo dejó caer
sus frutos, tan dulces y maduros, tan llenos luna y de sol: las imágenes que,
como todo y todos, condenadas están a la de-sa-pa-ri-ción.
Y mientras tanto hay que pensar, proyectar, rumiar, ¿cómo sigue ésto?, ¿que nos deparará el futuro?... ¿comeremos?... ¿con qué nos vestiremos mañana?...