martes, 17 de julio de 2012

Tilcara (4)

Las calles caprichosas suben y bajan hacia el horizonte mientras las nubes planean en un amplio escenario que parece estar, de tan cerca, casi al alcance de la mano; nubes que llegan gordas y amenazantes, plenas de agua, flotando muy grises y también muy blancas; nubes que sorprenden al cuerpo con amables ráfagas de grandes gotas frías, separadas, gotas de silencioso mediodía sin prisa, gotas que apenas llegan a mojar mientras se medita largamente, pateando entre las sombras por interminables caminos conectados con la tierra precolombina, tierra que es madre de las espectrales barbas blancas de los cardones que brillan a contraluz, tierra que es sustento de perros que deambulan solos y libres, sin reparar siquiera en uno; tierra que juega a sabotear los conceptos aprendidos, como el del reloj y su medida, concepto que se pierde y se detiene entre los sinuosos vericuetos del cerebro, y que deja de serlo y ya no existe, como el ego, que se olvida entre el polvo del camino y el dinero ausente del bolsillo. Y todo se diluye en un éxtasis de tan vacío lleno hasta el borde; entonces el futuro se anula con el pasado, inexistentes los dos, y es el presente, el tiempo uno, el no movimiento, el no pensamiento o el pensamiento amigo... la dicha en un punto que se adivina y se ve, se toca y se respira. Y se recuerda a veces la ciudad lejana y metálica y casi no se cree en su existencia artificial.