sábado, 30 de julio de 2016

Un millón de años -y unos pocos meses más-

Abro los archivos, veo las fotos, llegan los recuerdos: en el corazón, en la piel, en la corteza cerebral. Y bueno, siempre el enigma que vuelve y vuelve y vuelve… la soledad –de a dos-, el inasible pasado –ese presente-, y el olvido.
El tiempo. Veinticuatro horas al día.
No sabremos nunca si pasa, si viene o se va, si los relojes mienten, si hay remedio para la muerte o si no hace falta preocuparse porque todo es eterno. El paraíso o un cambio de cuerpo da lo mismo: nunca una certeza, o tan sólo la que otorga la fe. Y no es poco.
“El tiempo se divide en pasado, presente y futuro” chillaban mis nazis maestras de escuela primaria mientras enchufaban la picana.
Y yo creo que no es verdad, aunque no pueda asegurar que sea mentira.
¿Ideología?... ¡seguramente!... para acumular, ante todo hace falta tiempo.
El asunto es que ese día llegamos a Rawson a bordo de un micro que levantaba tremendas nubes de seco polvo de esa seca e inhóspita patagónica e infernal ruta de tierra. El chofer, sí, había abandonado el conurbano bonaerense para aterrizar -¿estacionar?- en ese ¿paraíso?...
Estaba feliz.
Y luego las dos piernas: la virgen y los perros, Cristina y el satanismo, el horrible río bajo el horrible puente y el mago vomitando un conejito ¿o era humo?
Y todo, el mural y todo lo demás, en proceso.
Proceso. Otra vez el puto tiempo.
Y sí, hace falta tiempo para que suceda un proceso, y también hace falta tiempo para acumular. Y para muchas cosas más: cantar una canción, leer un poema -¡San Agustín!-, amar, llorar de pena o comerse un plato de mariscos.
Tiempo.
Esa tarde, en Playa Unión, vendían el kilo de langostinos pelados a cincuenta pesos. Miren que recuerdo.
Al final regresamos a Madryn, nos duchamos bien calentitos y nos fuimos a comer unos bichos de mar bajo la garúa.













lunes, 11 de julio de 2016

Quiero con vos... de nuevo, Córdoba

El recuerdo sensorial en su conjunto es ése que atrapa entre calles jamás visitadas, plazas perdidas fuera del mapa, ríos de asfalto que guardan silenciosos secretos mínimos… mínimos, si, pero no por ello menos exquisitos.
Los escraches que la humanidad gratuitamente plasma en medianeras cordobesas: Brigitte en tono azul, flores deejay, una vaca de frente, un gato de espaldas… “por acá pasó Nuwanda”, pienso… sí, el del saxo y la pintura roja en el pecho (y la expulsión)
Y Cristo, el Cristo de argamasa, abriendo sus brazos de amor al vacío. Y Cantinflas albergando un pajarito.
Pasa un policía y se detiene a observar cómo fotografío ese cogollo de porro escrachado en la pared.  Me hago el boludo. Entonces veo a Osho… ¡fumando porro!, me olvido del poli y sigo disparando el artefacto como una Uzi israelí. Oh si oh oh, sigo disparando como si mi vida dependiera de ello. El rati se esfuma: finalmente vamos rumbo al infinito y más allá… ¿qué puede un policía y todos sus ejércitos demoníacos contra el maravilloso y aterrador infinito?
Entonces aparece el bronce del Gran Loor. Nunca falla, nunca falta… ¡que barbarie!
Sin embargo hay más: payasos pederastas, barajas extraviadas, travestis recordados, edificios colmena, edificios condena, y otra vez el Cristo: esta vez en venta.
Y la cosa fue así: el sol giró y giró (aunque lo que gira es el planeta) y la luz se fue volviendo noche, y subimos a ver la vuelta al mundo de Gustavo Eiffel, y bajamos, y caminando extensamente terminamos comiendo esas alucinantes cosas arábigas en ese reducto sirio, y bajando todo con mucha, mucha, muchísima cerveza.
Y más… tanto que no me quedan ganas de escribir.
Habría que casarse más seguido.