domingo, 26 de febrero de 2017

Isla de Chiloé: Ancud

Se llega cruzando en transbordador por el canal de Chacao desde Pargua, y desde Chacao se llega en micro hasta Ancud, pueblo costero en donde reina la quietud, las periódicas tormentas, las gaviotas, los pescadores de peces y mariscos. Ancud tiene todo lo necesario para ser feliz: el mercado artesanal, en donde uno puede comprar verduras frescas y orgánicas directamente de la mano de los productores, mas pescados y mariscos del día, y un gran supermercado en donde se encuentra todo lo demás, de Chile y del mundo.
Conseguimos una cabaña en lo más alto de la calle Pudeto, un gran cabaña con una privilegiada vista del mar y las islas distantes –y una envidiable batería de cocina, que no tardaríamos en estrenar-… y salimos a patear.
Caminar por los barrios de Ancud, por sus callecitas llenas de flores, contemplar sus casitas enteramente construidas en madera bajo el chillido constante de gaviotones gordos y blanquísimos produce en el espíritu un sosiego que nunca existe en la gran ciudad. Multitudes de perros duermen a la vera de los caminos, canes que parecen revivir a la llegada de la noche o en la plenitud de una celebración cristiana dominical.
Las cervezas, de litro y cuarto, son exquisitas. También los vinos chilenos, con varietales como el “Carmenere”, desconocido en Argentina, suave y fácil de pasar.
Viendo las fotografías, una constante en el recuerdo: el cambio continuo de la luz, desde pleno sol a la amenaza de oscuras tormentas, y así de hora en hora, el color cambiante y la emoción cambiante y el sentir que, lleno de regocijo, hace suyo ese clima, esas calles, esa gente preciosa  que, de tan amable, invita a la permanencia.
Hoy estará allí esa cabaña, ese ventanal, esa plaza y esas gaviotas cantando bajo el cielo siempre indefinido.
























sábado, 18 de febrero de 2017

"El trágico desorden de la colmena humana"

Estuve releyendo hace unos días –el dichoso e inofensivo vicio de releer- al gran Olaf Stapledon en su “Hacedor de Estrellas”, y caí en la cuenta que Borges, en su genial prólogo, lo hace describirse a sí mismo con sus propias palabras… nos habla entonces Stapledon desde su lejano 1937:
"Soy un chapucero congénito, protegido (¿o estropeado?) por el sistema
capitalista. Sólo ahora al cabo de medio siglo de esfuerzo, he empezado a aprender a desempeñarme. Mi niñez duró unos veinticinco años; la moldearon el canal de Suez, el pueblito de Abbotsholme y la Universidad de Oxford. Ensayé diversas carreras y periódicamente hube de huir ante el inminente desastre. Maestro de escuela, aprendí de memoria capítulos enteros de la Escritura, la víspera de la lección de historia sagrada.
En una oficina, de Liverpool eché a perder listas de cargas: en Port Said, candorosamente permití que los capitanes llevaran más carbón que el estipulado. Me propuse educar al pueblo: peones de minas y obreros ferroviarios me enseñaron más cosas de las que aprendieron de mí. La guerra de 1914 me encontró muy pacífico. En el frente francés manejé una ambulancia de la Cruz Roja. Después: un casamiento romántico, hijos, el hábito y la pasión del hogar. Me desperté como adolescente casado a los treinta y cinco años. Penosamente pasé del estado larval a una madurez informe, atrasada. Me dominaron dos experiencias: la filosofía y el trágico desorden de la colmena humana...
Ahora, ya con un pie sobre el umbral de la adultez mental, advierto con una sonrisa que el otro pisa la sepultura…"
Transitando yo mismo por el fin de mi primer medio siglo, y reconociéndome asimismo como un chapucero musical, fotográfico y literario, no puedo más que festejar sus honestas palabras. También he huido ante “el inminente desastre” académico, y si bien apenas empiezo a sentir que un pié pisa el claro y pacífico territorio de la adultez mental, es seguro que el otro siempre está a un instante de pisar la sepultura.
Las fotografías que coronan estas palabras, muestras de “el trágico desorden de la colmena humana” hablan por sí mismas:  la oscura religión represora y sus terribles -y bellas- catedrales cósmicas; imágenes cinéfilas desde la entropía que avanza y avanza sin nunca parar; el cielo gris, negro, lluvioso, furioso, tenebroso; las ratas del aire en high key; el niño aborto-culposo; López torturado, desaparecido y tachado por esa peste oscurantista; un travesti plástico secando sus rubios cabellos bajo un turbo anacrónico; perros limpiando sus cacas, gatas extraviadas
-¿perdidas en qué vil modo?-, la puta loca de él, el muerto con su vasito de tinto en la mano, la poli haciendo lo que mejor sabe hacer, astronautas, budas, pancartas políticas, ideológicas, necrológicas, y el vampiro más horrible y deleznable de la putísima TV argentina a punto de devorar otro cadáver femenil. Y la revolución, claro… “¿Cuál revolución?”, me preguntarán, “¿cuál de todas?”…
El trágico desorden de la colmena humana... en cada pared, en cada calle, grafitti, periódico, cielo, escrito, canción, himno, rezo, polvo, programa de radio y eyaculación.
Pasamos y ya está. Nada podemos hacer salvo atestiguar que es cierto, que hay un mundo humano, tan bello como ridículo, tan gracioso como amargo.
Y sin posible explicación.