martes, 31 de julio de 2012

Lobos (1)

Del tren bajamos pasadas las diez de la noche, y una hora después ya estabamos sentados en la parrilla "La Caballeriza" bebiendo un par de tintos y comiendo asado, papas fritas, ensalada y chorizos. Luego nos tomamos un remís rumbo a la laguna de Lobos, que dista de la ciudad a 17 kilómetros. Llegamos muy tarde y la gente de los bungalows ya no nos esperaba... el portón cerrado con candado, y un frío y un silencio de muerte. Entonces, y luego de gritar un poquito, apareció un señor muy enojado que nos amenazó con no abrirnos. No sé si fueron los gritos o el coro de decenas de perros que, alarmados, me acompañaron con sus ladridos todo alrededor, pero finalmente, y a regañadientes, el señor nos abrió la puerta. Y entonces nos fuimos a dormir.


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Las fotos entre las palabras como mantras

Es tremendo el extremo de cumplir con los mandatos familiares, y mas aún en vacaciones. Las que acaban de terminar pasaron muy rápido y de un modo caótico, con muchas personas parloteando todo alrededor como radios dislocadas e imposibles de acallar, y convenciones demasiado extensas que lo dejan a uno absolutamente vacío y sin energía. Y finalmente uno se queda con un pedacito de tiempo demasiado chiquitito para el disfrute con las propias reglas, tiempo que nunca alcanza, aunque se agradece.
Estas fotos salieron en la noche previa a rajarnos para el interior como escapando de la peste. Noche de llantos y palabras como mantras hasta volver a funcionar en ese mundo y en ese plano que es el nuestro, el de una simbiosis que por sobre todo busca la paz, la aceptación, el amor y la dicha.

lunes, 30 de julio de 2012

Tren nocturno a campo traviesa

El tren parte desde Merlo a las 20 hs y nos acompaña Don Raúl de Las Heras, uno de esos amigos improvisados por la vida que de repente aparecen y ofrecen hasta su casa como pago por un poco de charla que es gratuita. El tren, o lo que queda de él, avanza a campo traviesa colando el viento salvaje que silba entre los vidrios dentados de las ventanillas rotas, y uno se va imaginando la llanura larga, los animales echados en la oscuridad, una helada de agua empantanada y de grillos callados bajo las estrellas frías y plateadas. Aparece una estación que es viva imagen de la desolación, pero lo es también de la dicha: tanto amarillo y tanta soledad deja entrever un fuego crepitando entre paredes de barro, danzando con un juego de sombras en las caras sucias de los niños que duermen y también en las frazadas pesadas que los cobijan. Antes de la estación final, que es Lobos, somos sólo siete personas en un vagón diseñado para una centena, pero la luz que penetra, el brillo animado del pueblo, acalla el rumor del temor, de la soledad y el desamparo. Bajamos. La estación superviviente nos recibe. La atravesamos y cruzamos la calle ancha que nos complace como una promesa de juego. Luego, la caminata bajo la luna creciente en un pueblo casi dormido, tan ajeno a Buenos Aires a pesar de estar tan cerca, traerá la parrilla y el vino, los besos y el descubrimiento en la memoria de un nuevo recuerdo, el nacimiento de una nueva nostalgia que, justo ahora que escribo y rememoro, invade mi corazón.


miércoles, 25 de julio de 2012

Tres versiones de Boris y una foto

El tren detrás siempre llendo hacia el futuro, la constante e inasible fugacidad que se escapa mientras se viaja hacia ningún lado, y que plantea la pregunta sin respuesta: ¿como nosotros, adultos, osamos -y podríamos- recuperar esa frescura en el rostro que fué nuestra en el pasado?... ¿es posible?... ¿vale como propósito elemental, como base del imparable devenir?
Niños. Volver a ser niños. Jugar con la vida en un Lîla que es libertad de ser, sin objetivos ni neurosis, libertad tristemente opacada por la inevitable instrucción que nos ha preparado para el ejercicio de la producción y de las metas, no siempre tan reales ni plenas de significado.
Volver a ser niños: me siento más real -e incongruente- luego de compartir un tiempo con ellos. Y nada me condiciona más y peor que la exigencia de mis pares, aquellos que, como yo, asfixian el aire en su necesidad de jerarquizar éxitos y derrotas.
En un extremo, la clasificación del uno al diez; en el otro, el juego libre.
Volver a ser niños es retornar, crear, fluir, trascender todo el problema... reir con toda la risa y llorar con todas las lágrimas. Vale la pena intentarlo. Uno se juega la vida, la verdadera vida en ello. Y nunca, aunque se amen y defiendan con uñas y dientes las inútiles doctrinas, hay significado. Ni lo habrá.


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sábado, 21 de julio de 2012

Adiós a Tilcara

Luego de varios días de viaje compramos una bombilla matera, más movidos por la abstinencia que por la verdadera necesidad, pero el beber mate nuevamente y en ese contexto resultó ser un verdadero alivio, casi como una celebración yonki. A la luz de las farolas de la calle y mechando con la mateada interminable, cenamos sandwichs de queso de cabra y salchichón, salame milán y tomates, pan negro más cebollas, lechuga y jamon crudo, y harto satisfechos, salimos a caminar. En principio pensamos en patear unas pocas cuadras para lograr una buena digestión, pero la noche Tilcareña nos atrapó y terminamos deambulando al azar hasta la más oscura periferia, dando un gran rodeo y regresando varias horas más tarde, ya bien pasadas las doce de la noche... y con un bienestar profundísimo por estar en ese pueblito de ensueño poblado de humildes fantasmas, con sus farolas amarillas olvidadas y sus estrellas lisérgicas habitando dichosamente en nuestro corazón. Y con un ventarrón de nostalgia grande como un cerro, pues en la mañana partiríamos rumbo a Purmamarca.