viernes, 10 de agosto de 2018

Eso que llaman amor

“Eso que llaman amor” nos colocaría en un debate estéril, fatuo, sin posible resolución. Una catarata de opiniones, un vendaval de decires, una UZI israelí escupiendo proyectiles de acero, platino y maldiciones, todos trabajados con extremos de punta hueca, algunos –no pocos- inoculados con el virus del ébola.
Pero Dios es el patrón “-¡dios no va con mayúscula, sucio macho!”, me chilla mi vecina ultra feminista, e intento explicarle que el mío sí, y que –a pesar de- estoy de su lado empuñando la bandera multicolor... ¡libertad ante todo! ¡fuera toda tiranía!... pero no, no hay caso. Ella me odia sólo por eso, cree que el mundo sería mucho mejor sin mí. Creer en Dios es lo peor que puede pasar en el siglo XXI, pero no para mí  –“Todo lo que tengo se lo debo a Dios”- sino para los otros, los que no. La modernidad trajo sus propios anatemas, y así Dios es el patrón, el jefe, el maquinista, el empleado estatal, el botón, la licuadora, la razón impura, la secretaria del médico, la muerte de la magia, el remedio oncológico, el odio multinacional, el aplastamiento teutónico, el racismo de bombas racimo, el ciego fanatismo, la perversa mi-so-gi-nia, paradójicamente en modo femenino. Dios es el eterno culpable, porque para el caso ¿para qué mierda nos creó?
Apago la PC, apago la radio, cierro la ventana para no escuchar a mi vecina, tiro el diario al tacho, me olvido de opinar, me pierdo en el mundo de mi silencio.
No sé qué carajos está pasando, ni sé si me importa.
Me quedo solo, re solo, totalmente solo.
Y ahí está, entonces, aparece la pelota de amor: es con Mayúscula.