domingo, 27 de mayo de 2012

Sin respuestas

La vida es un océano, una selva, una maquinaria que opera más allá de nuestra voluntad.
Que estar vivo es ya un problema lo postula la realidad a cada instante: cada elección excluye infinitas posibilidades no elegidas, cada senda, la superficie total. Y es que tal vez sea imposible la pretendida totalidad, tal vez uno debería conformarse con sólo una mirada, una óptica, la huella digital de un mero, fugáz y minúsculo ser viviente perdido en los abismos del espacio y del tiempo.
Hay angustia en el estar vivo y ser conciente de ello. Sin conciencia no hay dolor, o tan sólo dolor físico: me refiero al dolor existencial y filosófico que hunde sus raíces en las preguntas ¿quién soy?, ¿donde estoy?, ¿de donde vengo -si vengo de algún lado-?, ¿hacia donde voy -si voy hacia algún lado-?...
Ya Einstein nos despojó del piso y del relój: sin un tiempo no hay un cuando, sin un espacio no hay un donde; es decir, que el espacio es infinito y que no existe un tiempo universal, por lo tanto estamos perdidos en una broma macabra sin razón ni centro. Pretender un mínimo de moralidad -y piedad- entre tanto vacío es, como mínimo, una falacia rayana en lo infantil.
Y éste es el preámbulo que justifica mi impiedad: últimamente voy caminando por la vida como quién camina por un escenario que le es ajeno y siempre ajeno le será ¿o acaso alguien me puede asegurar que ha hecho suyo este indescifrable misterio y ha respondido siquiera a una sóla de las anteriores cuatro preguntas?
Y no me hablen de religión. Primero porque soy esencialmente un ser religioso, pero no me salva ni el Buda, ni el Cristo, ni el maravilloso Lao Tsé de la locura de este abismo, simplemente le reasignan un significado que depende exclusivamente de la fe... fe que todo lo justifica pero que nada lo explica.
Que yo haya nacido para ser redimido puede ser, pero no me explica nada; que yo haya venido al mundo para, como una llama, extinguirme orgásmicamente en el todo, menos; si la esencia de la vida está en el llenarme de nudos y torcido, como el árbol solitario, evitar ser arrancado de raíz, una bellísima máxima, si, pero desprovista de significado, porque todas las máximas y metáforas que me entrega la filosofía de la religión me hacen olvidar de la triste realidad: que estoy solo, solo como vos que leés, solo como mi madre, como mi mujer, mi amigo y mi enemigo: solos. Y no me refiero a solos en el Cosmos, el universo puede estar rebosante de vida y así lo creo, pero en cada estrella, en cada galaxia, en cada planeta y en cada nube interestelar hay, necesariamente, preguntas y soledad, porque... ¿de donde venimos y adonde vamos, si es que venimos o vamos?, y esto se aplica a todos los concientes, en cualquier tiempo aparente o lugar sin centro aparente.
No todo está perdido, hay una respuesta, y es que no la hay.
No hay respuestas, no hay explicación, explicarse la vida no es acumular conocimientos que definen el mundo que nos rodea. Básicamente, haciendo las preguntas correctas, se llega a la eternidad de Einstein: maravillosa, titánica y excedida en todo, pero siempre muda y ajena.
Debe ser por eso que últimamente voy caminando por la vida como un turista que no entiende el idioma y que ha extraviado el mapa: soy un lenguaje de señales que apenas alcanza para definir lo utilitario.