martes, 14 de febrero de 2017

Puerto Montt bajo la lluvia, bajo el sol, lluvia, sol, lluvia, sol...

Veintitrés años pasaron desde ese marzo del ’94, y en esos años pasó tanto…  gente que ya no está, otros que llegaron para quedarse, muchos perdidos que tanto se extrañan, otros que, como cometas de período largo, aparecen cuando ya no se los espera y brillan con intacta y profunda amistad en su brevísimo perihelio. Y lo mismo que sucede con la gente sucede con los lugares: de aquel marzo en Puerto Montt sobreviven apenas algunas imágenes salteadas e inconexas… un almuerzo por monedas en un restaurante cogotudo… los vinos, el chupín de almejas, el congrio… el infaltable humo y una vertiginosa persecución policial… caminata a pie por la calle Antonio Varas, comiendo Mega tras Mega bajo la atenta cara de orto de los carabineros del dictador… el cielo color negro, la sonrisa indígena, los ponchos… de todo eso que en un momento fue un continuo, hoy sólo reconocí la calle principal. Y las tejedoras vendiendo esos maravillosos tejidos indios.
Y el cielo negro. Y soleado. Y negro y soleado otra vez.
“No salgan sin piloto”, nos dijo la vieja María Inés del hospedaje, “porque acá llueve a cada rato”. Y, sí, pero uno se acostumbra a andar medio mojado, y la lluvia no es tal, porque parece que no moja, o tal vez será que uno la acepta por lo recurrente del asunto y no le da ni cinco de bola.
Y aparte de la lluvia y del mar ahí nomás, y el Mall y los barquitos y las gaviotas y los perros y los juegos del parque y los chicos y la cena en “Donde Elías”, nosotros dos escribiendo otra historia, nuestra historia, la historia de hoy.
Hoy justamente pensaba, mientras caminaba, que no cambiaría el hoy, nuestro hoy, por nada del pasado.
De éste Puerto Montt recordaré lo que recuerdo siempre que viajamos: a vos, y luego al contexto, por supuesto.
Pienso que salgo porque vos salís, aunque salgamos juntos porque estamos de acuerdo… pero hay un leitmotiv: vos, estás ahí, te sigo donde vayas, aunque no haya pizza y aunque chille por eso.
Recordaré también la cocina del hospedaje la noche que llegamos, la excelente cerveza de litro doscientos y los panes con queso. Y el dormir abrazados.
Todo es inasible, ya lo sé, y ni me importa.
Sospecho que, tal vez, sea esa la condición que lo vuelve maravilloso.